Los que vigilan fuera del tiempo de H.P. Lovecraft y August Derleth

 

Los que vigilan fuera del tiempo (The Watchers out of Time) es un relato de terror del escritor norteamericano August Derleth, escrito con colaboración con H.P. Lovecraft, publicado en la colección de cuentos fantásticos de 1974.







The Watchers out of Time, H.P. Lovecraft  y August Derleth

Un día de primavera de 1935 llegó a casa de Nicholas Walters, en el condado de Surrey, Inglaterra, una carta de Stephen Boyle, de Boyle, Monahan, Prescott & Bigelow, 37 Beacon Street, Boston, Massachusetts, dirigida a su padre, Charles Walters, fallecido hacía siete años. La carta, redactada en un estilo jurídico bastante anticuado, intrigó sobremanera a Nicholas, que era un hombre tímido de la misma edad, casi, que el siglo. El mensaje se refería a una «propiedad ancestral» situada en Massachusetts que el destinatario de la misiva había heredado hacia siete años, aunque, debido al delicado estado de salud de un tal Ambrose Boyle de Springfield —«mi difunto primo»—, no le había sido notificado en su momento. Ello explicaba la demora de siete años, durante la cual había permanecido desocupada la propiedad, «una casa y diversos edificios anejos situados al norte de la región central de Massachusetts y rodeados de unos cincuenta acres de terreno».

Nicholas Walters no recordaba que su padre hubiera mencionado jamás dicha finca. Cierto que el viejo Walters había sido siempre un hombre muy callado y que, desde el fallecimiento de su esposa, ocurrido unos diez años antes que el de él, se había ido volviendo cada vez más solitario y arisco, dado a la introspección solitaria y extraordinariamente poco comunicativo. Lo que más recordaba Nicholas de su padre era la forma en que le escrutaba las facciones, como con cierta aprensión, y que solía mover la cabeza de un lado a otro, como si no le gustase lo que veía, que no seria ciertamente la nariz finamente dibujada, sino tal vez su boca grande, sus curiosas orejas sin lóbulo o sus ojos grandes y pálidos, ligeramente saltones, siempre protegidos por las gafas que Nicholas usaba desde niño -para facilitar su entretenimiento favorito, que era leer. Pero no conseguía recordar que su padre hubiera hecho jamás referencia a los Estados Unidos, a pesar de que el propio Nicholas, según le había contado su madre, había nacido en aquel mismo estado de Massachusetts mencionado en la carta del procurador.

Reflexionó durante dos días sobre el asunto. Su perplejidad inicial dio paso a la curiosidad. La desgana que le inspiraba emprender tan largo viaje fue siendo sustituida por una curiosa excitación que aureolaba de misterio a aquella imprevista finca americana y la dotaba de un creciente atractivo. Así, pues, a los tres días de haber recibido la carta telegrafió a Stephen Boyle anunciándole su llegada. En el mismo día reservó un billete de avión para Nueva York y en menos de una semana se presentó en la oficina de Boyle, Monahan, Prescott & Bigelow. Stephen Boyle, el socio principal, resultó ser un caballero alto y delgado, de unos setenta años. Tenía el pelo blanco, pero abundante, y largas patillas. Usaba quevedos, que llevaba atados al extremo de una larga cinta de seda negra, y poseía un rostro cubierto de arrugas, labios finos siempre fruncidos y ojos azules de mirada muy penetrante. Su apariencia general denotaba ese estado de continua preocupación que caracteriza a muchos hombres de negocias, los cuales dan la impresión de tener tantos y tan graves problemas en la mente que el asunto presente apenas merece su atención. Sin embargo, sus modales eran extremadamente corteses. Tras intercambiar los tópicos de rigor, pasó directamente al tema de la herencia.

—Perdóneme usted, Mr. Walters, que vaya derecho al grano. De su asunto sabemos muy poco, pues quien se ocupaba de él era mi primo Ambrose, como creo que le dije en la carta. Ambrose tenía despacho abierto en Springfield; cuando murió y ordenamos sus papeles, encontramos, entre los casos que tenía pendientes, el de la finca en cuestión. En el legajo había una nota según la cual, al fallecer el (parece que dice) medio hermano de su padre de usted, la finca debía pasar a éste, o sea, a su padre de usted, cuyo nombre figura en un anejo al documento junto con una observación redactada en el execrable latín de mi primo, que no hemos conseguido interpretar satisfactoriamente, pero que parece referirse a un cambio de nombre, si bien no queda claro de qué nombre se trata. De cualquier modo, en la zona de Dunwich, que es donde se halla la finca, no muy lejos de Springfield, se la conoce vulgarmente como la hacienda del viejo Cyrus Whateley, y el medio hermano (si es que lo era) del padre de usted se llamaba Aberath Whateley.
—Me temo que esos nombres no significan nada para mí —dijo Walters—. Según mi madre, yo apenas tenía dos años de edad cuando nos trasladamos a Inglaterra. No recuerdo que mi padre mencionara nunca a sus parientes de aquí y apenas mantuvo correspondencia con ellos, salvo durante su último año de vida. Tengo razones para suponer que pretendía informarme de algo relativo a nuestros antecedentes familiares, pero sufrió lo que ahora llaman los médicos un accidente cerebral, que le dejó paralítico y privado del uso de la palabra. Aunque la expresión de sus ojos indicaba que quería desesperadamente decirme algo, murió sin haber recuperado el habla. Y, por supuesto, tampoco pudo dejar nada por escrito.
—Ya veo —Boyle parecía pensativo, como si quisiera llegar a alguna conclusión antes de proseguir—. Bien, Mr. Walters, nosotros hicimos algunas averiguaciones pero no hemos sacado gran cosa en claro. La comarca de Dunwich, que está al norte de la región central de Massachusetts, como le escribí, es un lugar abandonado y perdido. En Aylesbury la llaman «la comarca de Whateley» y en muchas de las granjas de por allí quedan buzones de cartas que todavía conservan los apellidos de esa familia. Sin embargo, casi todas están abandonadas desde 1928, año más o menos, por algún conflicto o algo que ocurrió allí, y ahora toda la comarca parece en plena decadencia. Pero ya lo verá usted por sí mismo. No obstante, la finca de usted se halla aparentemente en perfecto estado, pues Aberath Whateley murió hace sólo siete años y, un compañero que vivía allí con él, hace tres. Ambrose debería haber escrito inmediatamente después de la muerte de Whateley, pero pasó varios años en muy mal estado de salud antes de morir y supongo que por eso no se acordó. ¿Tiene usted algún medio de transporte?
—Compré un coche en Nueva York —dijo Walters—. Ya que he venido hasta aquí, me gustaría hacer algo de turismo por los Estados Unidos. Me gustaría ver Walden Pond, que está de camino hacia Springfield.
—Por lo menos en esa dirección —observó secamente Boyle—. Si podemos hacer algo por usted, no vacile en hacérnoslo saber.
—Estoy seguro de que podré arreglármelas —dijo Walters. Boyle pareció titubear un instante.
—¿Qué piensa hacer con la finca, Mr. Walters?
—Ya decidiré cuando la haya visto —comentó éste—. Pero vivo en Inglaterra y, francamente, lo que llevo visto de América no me resulta demasiado alentador hasta ahora.
—Le aconsejo que no se haga ilusiones de poderla vender, ni siquiera por una fracción de su valor total dijo entonces Boyle—. Toda la zona está muy deprimida económicamente. Además, no tiene buena reputación.

El interés de Walters se avivó inexplicablemente.

—Qué quiere usted decir exactamente, Mr. Boyle?

El procurador se encogió de hombros.

—Se cuentan cosas extrañas de Dunwich. Pero supongo que en todas las regiones atrasadas existen leyendas análogas. Probablemente se trata de exageraciones.

Walters se dio cuenta de que Boyle no tenía intención de referirle en concreto ninguna de las habladurías, si es que las conocía.

—¿Cómo puedo llegar hasta allí? — se informó.
—Queda lejos de las grandes carreteras. Tiene que tomar una raqueta que sale de la del Aylesbury Pike, a considerable distancia de aquí. Es un terreno cubierto de bosques. Muy pintoresco. Creo que las granjas se dedican sobre todo al ganado lechero. Es una región muy atrasada, no le exagero. Si quiere pasar por Walden, puede tomar la carretera del Aylesbury Pike cerca de Concord; o, si pretende ir por Worcester, puede salir de Boston en dirección Oeste. Una vez en la carretera del Pike, siga siempre al Oeste. Esté atento a un villorrio llamado Dean’s Comer. Nada más dejarlo atrás se encontrará usted con un cruce. Tire a la izquierda—. Lanzó una risita. — Será como viajar al pasado de América, Mr. Walters, a un pasado muy remoto.

II.
Todavía no se había alejado mucho de la carretera del Aylesbury Pike, por la de Dunwich, cuando Nicholas Walters comprendió perfectamente lo que había querido decir Boyle al referirse a aquella región. A medida que se elevaba el terreno, la carretera iba quedando encajonada entre muros de piedra bordeados de zarzas. Casi todos estaban desmoronados por varios sitios y sus piedras irregulares yacían desperdigadas por la maleza. La carretera serpenteaba entre colinas, bosques de árboles enormes o campos yermos, pero siempre flanqueada por cercas arruinadas invadidas de zarzas. La región estaba muy poco densamente poblada. De vez en cuando se veía una granja decrépita. Hasta entonces no se había encontrado con granjas tan viejas al oeste de Boston. Muchas de ellas tenían un desolado aire de abandono, a pesar de que para Walters poseían un gran interés arquitectónico, pues hacía años cultivaba la afición de fotografiar edificios, y estas granjas, según pudo comprobar en las que se hallaban próximas a la carretera, aunque miserables, poseían curiosos motivos de decoración que hasta entonces no había visto en ningún sitio. Algunos de los viejos graneros ostentaban en la parte superior unos dibujos que sólo podían ser cabalísticos. Aquí y allá se veían restos de edificaciones menores, cobertizos, establos y otras dependencias, que se habían hundido con el tiempo. Entre las fincas abandonadas aparecía de vez en cuando una granja habitada y bien atendida, con vacas en los prados y campos de maíz que ponían de manifiesto el trabajo de sus habitantes.

Condujo lentamente. La atmósfera del país le llenaba de una extraña fascinación, como si ya hubiera estado antes allí o como si el lugar evocase en él recuerdos ancestrales. ¡Era imposible que su memoria personal se remontara hasta sus dos primeros años de vida! Y, sin embargo, había panoramas y revueltas del camino que le producían una turbadora sensación de familiaridad. Las colinas redondeadas dominaban, ceñudas, los valles. Los bosques eran sombríos y densos, como si jamás hacha o sierra hubieran pasado por ellos. Y, de cuando en cuando, divisó curiosos círculos de altos pilares de piedra en las cumbres de las colinas, que le recordaron Stonehenge, los Crornlechs de Devon o los de Cornualles. En ocasiones, las montañas se veían cortadas por profundas gargantas, cruzadas por toscos puentes de madera, y otras veces se podía distinguir fugazmente por entre las colinas el curso del río Miskatonic, que, según había visto en el mapa de carreteras, nacía no lejos de la comarca de Dunwich y serpenteaba a través del valle para desembocar en el mar junto a Arkham. También divisó algunos de los pequeños afluentes del Miskatonic, que eran poco más que riachuelos y que muy probablemente tenían sus fuentes en las colinas. Una vez percibió la columna blanco-azulada de una cascada.

Aunque las montañas encajonaban la polvorienta carretera durante casi todo el camino, a veces dejaban claros que permitían divisar altos páramos y ciénagas y más granjas o lo que quedaba de ellas. El paisaje era tremendo. Las colinas que lo circundaban, las altas cumbres lejanas coronadas de pilares, las granjas desiertas y lúgubres, todo se combinaba para producirle la impresión de que, entre esta zona y los campos que se extendían a los lados de la carretera del Aylesbury Pike, debía haber atravesado alguna misteriosa hendidura en el tiempo y el espacio. En relación con los alrededores de Boston, la comarca de Dunwich parecía a siglos de distancia. El talante de la región se fue apoderando también de él. No podría explicar cómo, pero estos campos que iba recorriendo le atraían y repelían a la vez. Y cuanto más se adentraba en ellos, más claramente notaba esta sensación. También le fue aumentando el convencimiento de que ya había estado antes allí, aunque se sonriera de sus propios pensamientos, los cuales no le inquietaban sino que despertaban en él cierta remota curiosidad. Sabía que estas sensaciones son comunes a toda la humanidad y que sólo los ignorantes y supersticiosos leen en ellas significados secretos y misteriosos. De pronto la carretera desembocó en un valle más amplio, y allí, en la otra orilla del río Miskatonic, divisó por fin el pueblo de Dunwich, agazapado entre el río y la Montaña Redonda que se alzaba detrás. Cruzaba el río un singular puente cubierto, reliquia de aquel remoto pasado a que sin duda pertenecía también el propio caserío. Al salir del puente vio carcomidos tejados puntiagudos, casas desiertas y ruinosas dominadas por una iglesia de roto campanario. Era un lugar de desolación y hasta la gente de la calle parecía abrumada y envejecida por algo más que por el paso del tiempo.

Detuvo el coche junto a la iglesia del campanario en ruinas, la cual evidentemente servía ahora de almacén, y entró a preguntar por la finca que había venido a inspeccionar. Detrás del mostrador había un individuo de rostro descarnado.

—La granja de Aberath Whateley. —Repitió el tendero mirándole fijamente y moviendo la boca como si estuviese masticando la pregunta de Walters—. ¿Es usted familia? ¿Es pariente de los Whateley?
—Me llamo Walters. Vengo de Inglaterra.

El tendero pareció no oír. Estudió a Walters con interés y curiosidad no disimulados.

—Usted se parece a los Whateley. Walters. Nunca he oído ese apellido por aquí.

La granja de Whateley — le recordó Walters.

—Lo menos hay veinte granjas de Whateley por aquí. Pero usted dice la de Aberath. Está cerrada.
—Tengo la llave —insistió Walters, empezando a perder la paciencia y un tanto irritado por lo que parecía sonrisa aviesa y burlona del tendero.
—Vuelva a cruzar el puente y tuerza a la derecha. Está como a media milla. No tiene pérdida. Tiene una cerca de piedra por la parte que da al río y bosques por los otros tres lados. Pero no era de Aberath sino de Cyrus Whateley, del viejo Cyrus, que era un hombre leído y con estudios — dijo con una mueca poco agraciada, y añadió—; usted también es hombre de estudios. Se le nota por la forma de vestir.
—Oxford —dijo Walters.
—Nunca lo he oído.

Con estas palabras se volvió hacia el interior del almacén, dando por terminada la conversación. Pero algo debió quedarle rondando por la mente, porque cuando Walters llegaba al umbral de la puerta, el tendero se dirigió nuevamente a él:

—Yo soy Tobías Whateley. Usted parece de los nuestros. Tenga cuidado allí, ¿eh? Nadie vive en la casa, pero usted tenga cuidado de todas maneras.

El énfasis especial que puso en la palabra «vive» llenó a Walters de oscuros presagios, pese a que las supersticiones no formaban parte de su equipaje cultural. Salió del almacén con el corazón roído por una sutil ansiedad. Siguió las indicaciones de Tobías Whateley y no le fue difícil dar con la casa. Mientras conducía el coche hacia la cerca de piedra que bordeaba la desigual carretera, Walters se dio cuenta de que la casa era muy anterior a la generación de Cyrus Whateley. Debía haber sido construida a principios del siglo XVIII y poseía unas líneas clásicas que la distinguían de las desvencijadas casas del pueblo y de las granjas que había visto junto a la carretera. Era una estructura de madera asentada sobre una base de piedra arenisca parda y sin duda poseía muros muy gruesos. Tenía una planta y media de altura, pues el cuerpo central de la casa se elevaba por encima de las alas laterales. Una amplia galería recorría la fachada delantera de la parte central, enmarcando una puerta de estilo reina Ana con aldabón de bronce. La puerta y el montante semicircular que la coronaba estaban rodeados de motivos ornamentales cuidadosamente tallados en la madera, más estrechos a los lados y más amplios encima del montante, que contrastaban singularmente con la severidad de la puerta.

En su día la casa había estado pintada de blanco, pero ya habían pasado muchos años desde que le dieran aquella primera mano de pintura: Ahora tenía en general un color parduzco que denotaba muchos decenios de intemperie. Walters vio algunos edificios menores y dependencias detrás de la casa, entre ellos una pequeña chabola de piedra que sin duda había sido construida en torno a un manantial, pues de ella fluía un riachuelo que atravesaba el prado en dirección al Miskatonic. A la izquierda de la casa y a unas dos yardas de distancia pasaba un camino que conducía a las dependencias exteriores y que en su día había sido paso de carruajes. Pero llevaba tanto tiempo abandonado que en él habían crecido hasta árboles. Al llegar allí, Walters no pudo seguir adelante y paró el coche. La llave que le había dado Boyle encajaba en la puerta principal. Le costó algún trabajo abrirla, lo cual no era de extrañar, pues probablemente llevaba cerrada desde la muerte de su último residente, que había sido el compañero de Aberath. Por fin se abrió y Walters penetró en un amplio vestíbulo que debía ocupar toda la fachada delantera del cuerpo central de la casa. En la pared de enfrente había dos bellas puertas dobles de caoba. También estaban cerradas, pero encontró las llaves correspondientes en el llavero que le había proporcionado Boyle.

Al ver la casa; Walters quedó sorprendido por la falta de señales de saqueo y vandalismo, pese a hallarse situada tan lejos de las carreteras transitadas. Pero al abrir las puertas dobles quedó más asombrado aún, pues la estancia estaba perfectamente amueblada y en perfecto estado, salvo cierta cantidad de polvo y telarañas que tampoco era excesiva. Daba la impresión de que todo seguía en su sitio; teniendo en cuenta sobre todo lo apartada que estaba la casa y lo solitario del paraje, le pareció raro que se hubiera salvado del saqueo y la destrucción habituales en los edificios abandonados. Además, casi todo el mobiliario era de época, auténtico, mucho más valioso que las piezas que suelen vender los anticuarios. Toda la casa estaba construida en torno a esta habitación, que tenía el techo muy alto, lo cual explicaba la mayor altura del cuerpo central de la casa. La pared del fondo estaba ocupada por una chimenea enmarcada por paneles de madera exquisitamente trabajados que, a la derecha, disimulaban un escritorio empotrado y una vitrina situada encima de él. La pared donde se abría la chimenea estaba coronada por una gran talla ornamental en cuyo centro se habla instalado un espejo circular convexo de poco más de un pie de diámetro. La talla tenía forma triangular y su ángulo superior llegaba casi al techo. A uno y otro lado de la chimenea se extendía una librería que rodeaba toda la habitación, excepto las puertas. Walters se dio cuenta en seguida de que los estantes estaban repletos de libros muy antiguos. Se acercó y examinó algunos de ellos. Nada posterior a Dickens podía encontrarse entre aquellos tomos encuadernados en piel, muchos de los cuales estaban en latín u otros idiomas. Encima de uno de los estantes había un telescopio. Las compactas hileras de libros se veían interrumpidas de vez en cuando por pequeños adornos, como tallas, figurillas y ciertos objetos que parecían aparatos antiguos. Sobre la maciza mesa que ocupaba el centro de la estancia habla papeles, pluma, tinta y varios gruesos libros de contabilidad, como si los acabaran de dejar ahí para volverlos a utilizar en seguida.

Walters se preguntó qué clase de cuentas podía haber llevado el anterior habitante de la casa. Se acercó a la mesa y abrió uno de los libros. Le bastó una mirada para comprobar que en ellos no se llevaba contabilidad alguna. Las páginas estaban cubiertas de menuda caligrafía, tan apretada que cabían dos renglones en cada línea impresa del libro. Leyó un renglón al azar: «… cogió al muchacho y se fue sin dejar explicación, pero no importa. Ellos sabrán dónde se ha ido… » Abrió otro tomo aún más antiguo y leyó: «… no cabe duda de que ella se ha ido y Wilbur podía decir si él hará lo mismo. Las hogueras de Sentinel Hill y los chotacabras chillando toda la noche, como cuando murió el viejo.» La presencia de fechas indicaba que los libros de contabilidad contenían en realidad un diario de algún tipo. Cerró el libro y se dio la vuelta, cuando de pronto fue consciente de un leve sonido que — ahora se daba cuenta— había estado presente en la casa desde un principio. Se trataba del tic-tac de un reloj.

¡Un reloj! ¡Y allí no había vivido nadie desde hacía tres años, por lo menos! Se había quedado asombrado. Alguien tenía que haber entrado en la casa para darle cuerda. Miró a su alrededor y, en un nicho próximo a la puerta por donde había entrado vio un extraño reloj de pared, de unos tres pies de alto y evidentemente tallado a mano. La parte delantera de la caja del reloj estaba cubierta de extraños dibujos: curvas enroscadas como serpientes y criaturas primitivas que parecían como de alguna era prehumana, completamente ajena a la nuestra. Y, sin embargo, estas figuras le produjeron el cosquilleo inquietante, casi electrizante, de un terror que le resultaba familiar. Era como si algún rincón perdido de la memoria, olvidado entre los tristes años de su infancia, las reconociera y recordara, pero no pintadas en la caja de un reloj, sino en una realidad vaga y neblinosa. En cualquier caso, el reloj le dejó fascinado y se estuvo contemplándolo durante largo rato, hasta que se dio cuenta de que había sido concebido para algo más que para señalar la hora. En efecto, los números y letras de la esfera indicaban otra cosa que minutos y horas. O que días, si a eso vamos. Apartó su atención del reloj y se retiró de la habitación. Había más cosas que ver en la casa y se puso a explorarla sistemáticamente. Pero si esperaba encontrar en el edificio alguna otra cosa tan fascinante como la habitación central, quedó decepcionado. El resto de la casa era normal. Las habitaciones estaban austeras si no escasamente amuebladas. Había dos dormitorios, una cocina, una despensa, un comedor y un trastero. Bajo la techumbre había tres cuartitos abuhardillados, usados también como trasteros o desván, y un dormitorio. Las habitaciones abuhardilladas resultaban íntimas, agradables y cómodas. Cada una tenía una ventana diseñada de un modo que él no había visto nunca y que armonizaba perfectamente con la estructura de las buhardillas.

Pensó que debía hacer fotografías de la casa para añadirlas a su extensa colección. Los detalles arquitectónicos del abuhardillado y las ventanas eran únicos. Pero había otros aspectos de la casa que también despertaban su interés fotográfico y decidió que aquélla era una buena ocasión para tomar una secuencia de fotografías antes de que el sol se hundiera por el cielo de poniente y las sombras de los bosques se agolparan sobre el edificio. Bajó por la estrecha escalera y salió hasta donde tenía el coche. Sacó sus cámaras y accesorios y los preparó para el uso. Empezó por el exterior, fotografiando la casa desde diversos puntos elevados y, sobre todo, las ventanas de la buhardilla. Luego penetró en el interior y sacó numerosas fotografías del gran gabinete central, del reloj —entre otras un primer plano de los extraños dibujos de la caja—y, por fin, del espejo semiesférico rodeado de la gran talla ornamental que dominaba el paño de la chimenea. Así se procuró una completa información gráfica para ulteriores referencias. Para entonces el día tocaba a su fin y Walters tenía que decidir si se quedaba a dormir en la casa o si se iría a una fonda de algún pueblo cercano. Teniendo en cuenta lo limpia y cuidada que estaba la casa, parecía absurdo ir a pasar la noche a otro lugar. Y decidió dormir en el delicioso dormitorio abuhardillado del piso superior. En consecuencia, subió allí su equipaje y, cuando se hubo instalado, se dio cuenta de que necesitaba un mínimo de provisiones: alimentos que no necesitaran mucha preparación, como galletas o pastas quizá, cereales, leche, pan y mantequilla, junto con algo de fruta, si la había, y queso. En el pueblo no había visto ninguna casa de comidas ni mucho menos un restaurante, del que los solitarios habitantes de esta remota zona rural no tenían evidentemente ninguna necesidad. Y también le hacía falta petróleo para los quinqués vacíos que había en la despensa, aunque podía usar las velas que había por las habitaciones y que ya estaban empezadas, además.

Tenía que volver a Dunwich para hacer estas compras y se sintió como apremiado a hallarse de regreso en la casa antes de que la noche envolviera los campos. Cerró la casa y partió al momento. Cuando Walters subió los escalones del almacén se encontró con una intensa mirada de expectación en el descarnado rostro de Tobías Whateley. Esto le desconcertó. No cabía duda de que Tobías le estaba esperando, aunque no consiguió imaginar por qué razón.

—Necesito algo de comida y petróleo — dijo. Y, sin dar a Whateley ocasión de responder, enumeró rápidamente todas las cosas que deseaba.

Whateley no se movió. Siguió escrutando a Walters.

-¿Qué, se queda? — preguntó por fin.
—Esta noche por lo menos — respondió Walters— Quizá me quede unos días, hasta que decida qué hacer con la finca.
—¡Qué hacer con la finca! —repitió Whateley con asombro manifiesto.
—A lo mejor la pongo en venta.

Whateley le lanzó una mirada desconcertada.

—Ningún Whateley se la va a comprar. Los que tienen estudios, a esos no les interesa ni tienen nada que hacer en el campo. Y los otros, bueno, los otros ya tienen bastante con sus tierras. Tendrá que vendérsela a un forastero.

Lo dijo como si la posibilidad fuese tan remota que no mereciera la pena tomarla en consideración. Esto picó a Walters, que respondió vivamente.

—Yo soy un forastero.

Whateley emitió un breve ladrido que pretendía ser un a risita irónica.

—¡Ya lo creo que lo es! Y no va a quedarse mucho por aquí, me digo yo. A lo mejor la puede vender en Springfield o en Arkham o en Boston, pero no encontrará comprador por estas partes.
—La casa está en perfecto estado, Mr. Whateley.

El tendero le lanzó una mirada llameante, casi feroz.

—¿Y no se ha preguntado usted quién la cuida tan bien? En la casa no vive nadie desde que murió Increase. Nadie ha ido tampoco por allí desde hace tres años. Aquí, primo, ni para llevarle la compra hasta allí encontrarla a nadie.

Walters quedó un tanto confuso.

—Tan bien cerrada como estaba, no es de extrañar que se haya mantenido en buenas condiciones. Tres años o son muchos. Aberath Whateley murió hace siete.
-¿Quién era Increase?
—Increase Brown decían que se llamaba— contestó Watheley—. No sé quién era ni qué era — lanzó Walters una mirada dura, desafiante—. Ni de dónde venía. Era de Aberath.

¡Qué extraña manera de decirlo! —pensó Walters.

-Un buen día, estaba allí — prosiguió el tendero—. Y después, todos los días estaba allí. Seguía a Aberath como un perro. Y luego, otro día ya no estaba allí. Dicen que murió.
—¿Y no vino nadie a reclamar su cuerpo?
—No — contestó secamente Whateley.

Cada vez le parecía más claro a Walters, para gran asombro suyo, que Tobías Whateley le miraba como con cierto desprecio, como si él, Walters, careciera de determinado conocimiento básico que debiera poseer. Esto le molestaba, pues Whateley era evidentemente un palurdo que no debía haber terminado ni la escuela primaría. Resultaba irritante que le mirara con tan mal disimulado desdén, sobre todo porque notaba que su actitud no era la del rústico ignorante que siente antipatía instintiva hacia todo hombre cultivado. Walters se sintió tan perplejo como irritado, y luego la misma irritación se le fue desvaneciendo a medida que le aumentaba la perplejidad. Watheley seguía hablando y sus palabras estaban llenas de extrañas alusiones y referencias misteriosas. De vez en cuando lanzaba una mirada especial a Walters, como esforzándose en captar algún signo de comprensión que éste pudiera querer disimular.

Mientras escuchaba a Whateley, su confusión iba en aumento. De lo que le dijo mientras colocaba en el mostrador los encargos de Walters, se desprendía que Aberath Whateley, a pesar de que «tenía estudios», era tan evitado por los Whateley cultivados como por la rama socialmente degradada de la familia. En lo que respecta a Increase Brown, era un personaje indefinido que, en el curso del monólogo de Whateley, sólo quedó descrito como «descarnado» y «muy oscuro de piel», con ojos negros y manos huesudas. «Nunca le hemos visto comer. Cuando murió Aberath, no vino nunca a por comida.» Pero «siempre faltaba algún pollo y una vez un cerdo y otra vez una vaca» y la gente decía «cosas malas». En suma, que Increase Brown era detestado y temido, y también eludido, si bien no parece que fuera muy difícil de eludir. Walters no pudo evitar la conclusión de que los habitantes de Dunwich manifestaban hacia Brown algo más que la hostilidad común de muchos campesinos ignorantes hacia los forasteros. Pero, cuando Whateley le miraba a los ojos, disimulada o abiertamente, según los casos, ¿qué buscaba en ellos, qué reacción esperaba? Whateley consiguió provocar en Walters la profunda e inquietante convicción de que no sólo esperaba que reaccionara de una forma determinada, sino que además tenía que reaccionar así. La inquietud no le abandonó al salir del almacén ni de Dunwich. Cuando detuvo el coche junto a la casa del bosque, seguía confuso y perplejo.

III.
Tras una cena ligera, salió a dar un paseo vespertino para reflexionar sobre qué, le convenía hacer. Pensó que era una locura pretender vender la finca en Boston, pues la comarca de Dunwich está demasiado lejos de este centro urbano y no posee atractivos para ningún posible comprador que resida en las ciudades costeras. Sería mejor ponerla a la venta en Springfield, pues Dunwich no está demasiado lejos de esta ciudad, aunque precisamente por ello también era posible que la mala fama de Dunwich hubiera llegado hasta allí y disuadiera a los inversores. Pero, incluso mientras daba vueltas a este problema, él mismo se daba cuenta de su propia falta de convicción. Todavía no estaba seguro de querer irse tan pronto de allí. En la casa, y en lo que de ella se contaba, había algo que le interesaba casi hasta la obsesión. Las insinuaciones y sugerencias de Whateley, añadidas a las que tan casualmente había dejado caer el abogado Boyle, empezaban a convencer a Walters de que quedaban muchas cosas por averiguar en la casa antes de ponerla en venta. Además, la finca era suya y no tenía por qué quitársela de encima a toda prisa, ni siquiera aunque otra parte de sí mismo estuviera deseando regresar a Inglaterra.

Mientras paseaba dando vueltas y más vueltas a estos problemas, el crepúsculo se fue convirtiendo en noche cerrada y empezaron a brillar las estrellas entre las copas de los árboles y por encima de la casa. Allí estaban Arturo y Spica, Vega se elevaba por el nordeste y las últimas constelaciones del invierno se acercaban ya al horizonte de poniente: Capella y los Gemelos seguían a Taurus y al gran Orión, acompañado de los Canes, hasta más allá del borde occidental. La noche estaba perfumada por los aromas del bosque, como por un almizcle vegetal que se mezclaba con el olor a agua corriente del arroyo cercano y del propio Miskatonic, que tampoco estaba muy lejos. También percibió como una marea creciente de sonidos procedentes de los bosques próximos y del círculo de montañas que rodea a Dunwich. Al principio sólo eran voces de pájaros: cantos y gritos cada vez menos frecuentes de las aves diurnas, chillidos en aumento de las nocturnas. Reflexionó sobre lo distinta que es la noche en el campo americano y en Inglaterra. Aquí, en la zona centro septentrional de Massachusetts, no se oían cucos ni ruiseñores, pero en cambio vociferaban los chotacabras y de vez en cuando sonaba en las alturas el grito de alguna especie americana de halcón nocturno, acompañado del estruendo del viento en sus alas al dejarse caer en picado y enderezar el vuelo a continuación. Tampoco escaseaban las voces de batracios, que parecían surgir no sólo del río sino también de cada charco o marisma de los alrededores, formando un coro de gaitas ululantes típico de aquella época del año.

Pero, mientras escuchaba, percibió otros sonidos que no parecían provenir de ave ni de anfibio. Cesaron los chillidos y el estruendo eólico del halcón nocturno y voces más extrañas ocuparon su lugar, parecidas a notas de flauta o a cantos de gaita que ciertamente no procedían de ranas ni de sapos. Se detuvo a escuchar. Y, aunque distorsionados por la distancia, oyó inconfundibles gritos humanos que venían de arriba y de lejos. De momento llegó a la conclusión provisional de que provenían de las cumbres de las colinas; Además, en la cresta montañosa que se recortaba por detrás de Dunwich sobre el cielo ya negro de la noche se veía el resplandor de una hoguera. ¿Qué podía estar sucediendo allí? Pero había otros ruidos extrañamente turbadores, ruidos animales de uno u otro tipo, pero que él no había oído jamás a pesar de haber visitado parques zoológicos y hallarse familiarizado con gritos, graznidos y trompeteos de muchos animales ajenos a las islas Británicas, procedentes de todo el vasto ámbito de la Commonwealth. Pero estos sonidos de ahora le resultaban absolutamente extraños y llenaban las tinieblas de sugerencias horribles. En ciertos momentos la intensidad de las voces parecía ir in crescendo, pero luego volvía a su volumen normal y se mezclaba con los sonidos nocturnos de los bosques y las ciénagas, armonizando extrañamente con la llamada incesante de los chotacabras y las ranas.

Por fin llegó a la conclusión de que las casuales referencias de Boyle a lo raro y remoto que era Dunwich podían estar relacionadas con algunas costumbres de sus habitantes. Ejemplo de las mismas podía ser lo que estaba sucediendo aquella noche en las colinas. Se encogió de hombros, descargándose de toda ulterior preocupación sobre el tema, y regresó a la casa con intención de revelar las fotografías que había tomado. Ya tenía planeado pasar así la velada y con esta finalidad había instalado en ella su material de revelado. En la cocina había una bomba de cisterna que le proporcionaría el agua necesaria y cualquier habitación de la casa le serviría de cuarto oscuro, pues la casa estaba aún más oscura que los bosques, iluminados por el vago resplandor de las estrellas. La falta de electricidad, sin embargo, dificultaría un tanto sus preparativos. A pesar de trabajar intensamente, tardó más de lo previsto en terminar la primera tanda de fotografías y ponerlas a secar. Desde luego, no es que se hubiera olvidado de revelar fotografías, pero no quedó del todo satisfecho con las que había tomado en el interior de la casa, sobre todo en el despacho, esa curiosa habitación central que era como un vértice en torno al cual se había construido el resto de la casa. Además, en la fotografía que había hecho al motivo ornamental que coronaba la chimenea encontró algo extraño que le sorprendió. La quitó, todavía húmeda, de la cuerda y se la llevó a una habitación adyacente para verla con mejor luz.

La pared y la talla ornamental habían salido nítidas y muy bellas. Pero en el ojo del espejo habían aparecido unas extrañas veladuras. Las examinó durante un rato, sintiéndose cada vez más inquieto. No acababa de creerse lo que imaginaba ver, y lo que imaginaba ver le producía honda desazón. Regresó al improvisado cuarto oscuro, localizó el negativo en cuestión y se puso a ampliar la parte correspondiente al motivo ornamental. Una vez realizado esto, volvió de nuevo a la habitación de al lado y examinó fijamente el resultado de su trabajo. No había confusión posible. Las veladuras que le habían llamado la atención eran las inconfundibles siluetas de dos caras humanas. Una, la de un viejo con barbas, miraba directamente afuera desde el cristal. La otra, la cara esquelética de ave de presa, con la piel pegada a los huesos, se asomaba por detrás del primero, ligeramente inclinada como en signo de sumisión al viejo, aunque en realidad éste no parecía de más edad que el otro, pese a que llevara barba y el rostro apergaminado del otro estuviese exento de todo ornamento piloso. El asombro de Walters no conoció límites: De no tratarse de una fotografía, habría catalogado tales siluetas entre las ilusiones ópticas. Pero una fotografía no podía mentir y a él le fue imposible explicarse aquellas siluetas con razones convincentes. Le extrañó no haberse fijado en ellas cuando estuvo contemplando el adorno de la pared. Pero quizá su examen había sido demasiado rápido o había algún reflejo en el cristal que le impidió distinguir las siluetas.

Inmediatamente cogió una de las lámparas que estaban encendidas y se fue al despacho. Cuando se aproximaba a las abiertas puertas del mismo su sorpresa aumentó más aún: dentro habla una luz vacilante, como si se hubiera dejado una lámpara encendida en la habitación. Sin embargo, no había entrado en ella desde que regresara a la casa para revelar las fotografías. Dejó en el suelo la lámpara que llevaba, para que le iluminase desde allí, y avanzó silenciosamente hasta el umbral del despacho, donde se quedó inmóvil, paralizado. El resplandor provenía del ojo de cristal que había en el centro del triángulo ornamental que remataba el paño de la chimenea. El cristal estaba turbio, opalescente, y hervía de movimiento, derramando una pálida luminosidad por toda la habitación. Parecía como si alguna fuerza vital encerrada en él se esforzara por — y consiguiera— manifestarse en el exterior. El cristal, lechoso como una piedra lunar, emitía destellos ocultos e inesperados de todos los colores, rosa, verde pálido, azul, rojo, amarillo. Walters permaneció contemplando durante algún tiempo las cambiantes tonalidades y la nebulosa agitación del ojo de cristal. Luego se dio la vuelta bruscamente y regresó a donde había dejado la lámpara. La cogió y volvió a entrar en el despacho. Pero la luz de la lámpara ejerció un efecto negativo sobre el resplandor del ojo redondo de la pared. Las arremolinadas nubosidades se serenaron, disminuyó el resplandor, los destellos de colores se inmovilizaron. Esperó un rato junto a la chimenea, vigilando, pero nada sucedió. Todo había quedado en calma.

En un rincón de la estancia había una escalera de mano que sin duda servía para alcanzar los libros de los estantes más altos de la librería. Walters cruzó la habitación, la cogió y la apoyó encima de la chimenea. Luego volvió a coger la lámpara y subió con ella por la escalera hasta quedar casi a la misma altura que el insólito ornamento. En primer lugar examinó atentamente el propio ojo redondo de la pared. Tras escudriñarlo durante unos momentos, lo único que habría podido asegurar con toda certeza es que no se trataba de ningún tipo corriente de espejo. Ni siquiera estaba seguro de que fuera de cristal. Por su aspecto, y sin contar su tamaño, podría haber sido un ópalo. Pero tampoco lo era. La talla que lo enmarcaba era igual de desconcertante. El ojo parecía engastado en el centro óptico del motivo ornamental, que tenía forma de frontón triangular. A primera vista, su diseño parecía clásico y convencional. Pero ahora, a la luz de la lámpara que sostenía Walters, ofrecía una inquietante semejanza con una especie de pulpo enorme y ultraterreno, cuyo gigantesco ojo central era el espejo convexo, opaco ya, aunque todavía empañado por una pálida luminosidad que a veces incluso variaba de un modo muy especial. Todo ello ejercía tan poderosa fascinación sobre Walters, que le resultaba difícil apartar la vista. Era como si estuviera seguro de que iba a aparecer algo en el cristal. Y además, siempre que dejaba deslizar la mirada por las tentaculares líneas de la talla, acababa por volver al cristal convexo, como si algo fuera a suceder en él. Pero no pasó nada. Que poseía cierta luminosidad propia era innegable, pero de dónde procedía esa luminosidad constituía de momento un misterio insoluble.

Walters fue bajando de mala gana los peldaños. Una vez en el suelo, volvió a contemplar la talla triangular. Era innegable que los relieves componían una figura como de pulpo, pero resultaba igualmente evidente que no representaban a un pulpo corriente. Apagó la luz y esperó a comprobar los efectos de la oscuridad. Al principio todo quedó tan oscuro que le fue imposible distinguir incluso las paredes. Pero a los pocos momentos empezó a manifestarse una tenue iridiscencia. Para Walters no supuso ninguna sorpresa observar que emanaba del ojo convexo situado en el Centro del ornamento que coronaba la chimenea. Y la habitación volvió a iluminarse con un leve resplandor, como un momento antes. El ojo convexo se veía agitado de nuevo; en su interior se removía una especie de nube azotada por un viento huracanado, que despedía vivos destellos de colores. Mientras miraba el fenómeno e intentaba encontrar alguna explicación a las portentosas propiedades del cristal, Walters se fue dando cuenta poco a poco de que, mezclado a su interés, había cierto grado de compulsión. Era como si la atención que concentraba en el ojo de la pared no fuera enteramente voluntaria, como si alguna influencia exterior que no lograba definir le obligase a mantener la vista fija en él. Al mismo tiempo, sus pensamientos tomaron un rumbo insólito. Empezó a perder interés en el cristal y en sus curiosas propiedades y se sintió cada vez más atraído por conceptos vagos, ambiguos, relativos a vastas dimensiones y espacios desconocidos que existen más allá de las escenas terrenas que le eran familiares. Y sintió que estaba siendo arrastrado a un torbellino de sueños y teorías que le producían un profundo desasosiego. Era como si estuviera cayendo en un pozo sin fondo.

Volvió a encender la lámpara. Tardó unos momentos en recobrar la serenidad. El resplandor del ojo convexo había vuelto a desvanecerse y la habitación había recuperado su apariencia prosaica, si prosaica había podido resultar alguna vez. Sintió un alivio considerable. Se dio cuenta, además, de que se le habían empezado a formar en la frente finas gotitas de sudor. Se las enjugó. Cualquiera que fuese el origen de la experiencia que acababa de vivir, había sido extraordinaria. Se sentó, tembloroso aún, e intentó reflexionar sobre cómo había sucedido y por qué. Era evidente que el ojo de la pared no era sólo un adorno. ¿Quién lo había instalado allí? Volvió a subir por la escalera y, a la luz de la lámpara, examinó la talla con la máxima atención. No descubrió ningún signo que le permitiera calcular su edad. El cristal parecía haber sido instalado allí cuando se construyó la casa. Sería, pues, interesante averiguar detalles sobre su construcción. Y, como muy probablemente en Dunwich ya no vivía nadie de aquella época, tendría que investigar por otro lado. También debería averiguar todo lo que pudiera de sus anteriores habitantes. Quizá hubieran sufrido experiencias análogas, o incluso más intensas y duraderas que la suya. Esta posibilidad le llenó de inquietud pero, a la vez, de excitación y curiosidad.

Se le ocurrió entonces pensar que, si pretendía realizar esa investigación, su estancia en la casa de Aberath Whateley tendría que prolongarse mucho más de lo previsto en un principio. Relativamente serenado, volvió a bajar de la escalera. Apartando resueltamente de sus pensamientos el extraordinario ojo mural, regresó al cuarto oscuro para echar una mirada a las fotografías que allí se estaban secando y luego subió al dormitorio abuhardillado donde había decidido pasar la noche. Ya era muy tarde y estaba cansado. Bajó la mecha de la lámpara y abrió la ventana. En el exterior todo seguía como antes: los chotacabras, las ranas, los insólitos gritos y sonidos de los montes sombríos. La ventana miraba hacia el pueblo de Dunwich. Al asomarse vio que había desaparecido la fogata de la Montaña Redonda. Pero en cambio había otra hoguera encendida en la cumbre de una de las colinas del fondo, a la izquierda, detrás de la carretera secundaria que le habla traído a Dunwich. Los sonidos que tanto le habían llamado antes la atención provenían ahora de allí.

Se desnudó y se metió en la cama. Pero a pesar de estar cansado no se pudo dormir. Una multitud de pensamientos se le aglomeraba en la mente, sumándose al obbligato de los sonidos que venían del campo. Acaso Tobías Whateley tuviera más cosas que decirle. Pero si pudiera localizar a alguno de los Whateley «con estudios», sin duda se enteraría más de la realidad y menos de supersticiones aliñadas con sugerencias oblicuas e insinuaciones oscuras y desdeñosas. La biblioteca de Springfield tal vez pudiera proporcionarle datos sobre la edificación de la casa. En cualquier caso, alguna información contendría sobre la historia de la familia Whateley, que tanta preeminencia habla mantenido durante generaciones en la comarca. Mientras yacía tendido en el lecho comenzó poco a poco a percibir la presencia de la casa, por así decirlo, como si se tratara de una entidad viva que le tenía a él de huésped y le imponía sus propias condiciones. El corazón de la entidad estaba situado sin duda en el despacho de abajo, pues de allí emanaba el ánima que daba ser a la casa. Walters lo sintió como una fuerza que todo lo arrastrara hacia sí misma y tuvo que efectuar cierto esfuerzo de voluntad para no abandonar la cama y descender nuevamente a aquella habitación. ¡Era extraordinario! Se sintió sucesivamente dominado por la fascinación, los presentimientos, la alarma, el miedo… y por una especie de consciencia sobrenatural que le hacía sentirse como al borde de algún descubrimiento trascendental, como si en los próximos momentos fuera a revelársele un conocimiento supremo que le conferiría cierto tipo de inmortalidad.

Por fin se durmió a altas horas de la noche, cuando ya se habían callado los chotacabras. Sólo croaban unas pocas ranas y la noche era apacible. A partir de medianoche habían cesado por completo los sonidos de las colinas que tanto le habían intrigado. Pero su dormir fue perturbado por multitud de sueños extraños, distintos de todos los que había tenido hasta entonces. Soñó con su primera infancia y con alguien que era su abuelo en el sueño, pues él no guardaba el menor recuerdo consciente del padre de su padre. También soñó con vastas construcciones megalíticas, con paisajes ajenos a todo lo conocido, con gélidos espacios interestelares. Y, despertando entre sueños, tuvo la constante sensación de que en la casa había una pulsación, como si sus mismas paredes palpitasen con un latido secreto.

IV.
Por la mañana cogió el coche y se fue a Springfield. Después de comer en un restaurante de la ciudad, se acercó a la biblioteca pública y se dio a conocer al bibliotecario, que era un caballero de cierta edad llamado Clifford Paul, según rezaba el cartelito instalado encima de la mesa. Walters le explicó la índole de sus pesquisas.

—Bien — dijo Paul—, ha venido usted al sitio adecuado, Mr. Walters. Tenemos en archivo datos referentes a la casa a que usted se refiere y también a los Whateley en general. Es una familia muy antigua. Y blasonada además. Ahora están en plena decadencia, según tengo entendido. Pero aquí nos interesa sobre todo el pasado. El presente, menos.

Fue conducido a la sala de lectura, y al poco depositaron ante él una historia del condado y varios voluminosos legajos. Empezó por la historia del condado. Era uno de esos tomos pesados llenos de artículos auto y biográficos de autores diversos, generalmente parientes del biografiado, y publicados a expensas de las familias mencionadas en sus páginas. Casi toda la información que contenía era meramente factual y desesperadamente prosaica. Encontró una mala reproducción de una mala fotografía de Cyrus Whateley. Se parecía inquietantemente a alguien que había visto hacía no mucho, lo cual era un absurdo evidente. Su nota biográfica resultaba decepcionante, la había heredado de sir Edward Orme, quien la había adquirido de un tal Dudley Ropes Glover, que a su vez la había heredado de Sir Edward Orme, quien la había construido en 1703, veinte años antes de desaparecer tras una larga estancia en Europa. Glover también había vendido la casa tras estar ausente largas temporadas de ella, también en Europa. Y en cuanto a la casa, esto era todo. De Cyrus Whateley tampoco decía mucho más: también había viajado, se habla casado dos veces y había tenido dos hijos, uno de cada matrimonio; uno de los hijos le había heredado y el otro se había ido de casa cuando era joven y no se había vuelto a saber de él. Nada se decía sobre las ocupaciones de Cyrus Whateley, salvo que era «terrateniente» (y probablemente especulaba con la tierra). No había ninguna nota biográfica de Aberath Whateley, el hijo de Cyrus que había heredado la finca.

Sin embargo, el legajo relativo a la familia Whateley era otra cosa muy distinta. En él, si acaso; había demasiados datos. Se iniciaba con una historia, concisa pero completa, de la familia Whateley en la comarca de Dunwich, desde su llegada en 1699, procedente de Arkham, hasta 1920, año en que se había publicado la historia del condado. Era evidente que la había redactado para incluirla en dicho volumen pero que luego habían prescindido de ella. Contenía un vasto árbol genealógico en el que figuraban Aberath y su hermano desaparecido, Charles. También había muchas biografías breves de miembros de la familia, generalmente en forma de notas necrológicas, tomadas del Springfield Republican o del Arkharn Advertiser. Pero había asimismo otros documentos y escritos sin clasificar, y Walters decidió dedicar más atención a éstos que a las notas necrológicas oficiales, pues quien se habla ocupado de incluirlos en el legajo poseía mucha más imaginación que el término medio de los bibliotecarios. Estos documentos trataban de asuntos y hechos locales relacionados de una u otra forma con los Whateley. En uno de ellos, por ejemplo, se reproducía un apasionado sermón pronunciado en 1787 por el reverendo Jeptha Hoag, llegado de Arkham para ponerse al frente de la Iglesia Metodista de Dunwich: «Dícese de cierta familia de estos contornos que se han asociado con el diablo y que crían monstruos, así por artes mágicas como por los pecados de la carne. Pero, ya hace cuarenta años, mi predecesor el reverendo Abijah Hoadley predicó sobre este terna desde el púlpito de la Iglesia Congregacionista de este mismo pueblo. Estas fueron entonces sus palabras: “Admitirán vuestras mercedes que tales Blasfemias, proferidas por una infernal Hueste de Demonios, son Cuestiones asaz Conocidas que es inútil negar. Las malditas Voces de Azazel y Buzrael, de Belcebú y Belial, se escucharon como surgidas de la Tierra y aún viven más de veinte testigos que las oyeron. Todavía no se han cumplido más de dos semanas desde que yo mismo escuché un claro Discurso de los Poderes malignos en la Colina que hay detrás de mi Casa, donde también escuché Repiqueteos y Temores, Quejidos, Chillidos y Silbidos que no los producen Seres de esta Tierra, sino que provienen de esas Cavernas secretas que sólo la Magia negra puede descubrir y el Diablo destapar. Yo también he oído esos ruidos en las colinas y son maullidos y cacofonías que no vienen de esta Tierra nuestra. ¡Estad avisados, pues sabéis de quién hablo! »

El sermón seguía en este mismo tono, pero estaba reproducido tan extensamente que, pese a su interés, Walters se cansó de leerlo. Anexo al mismo documento había un artículo evidentemente relacionado con él. Era una reseña de la clausura de la Iglesia Metodista de la localidad, decidida por la mayoría de sus feligreses en vista de la «imprudencia» cometida por el reverendo Jeptha Hoag, en primer lugar y, en segundo, por su inexplicable ausencia, ya que el reverendo Hoag parecía haberse reunido en el limbo con su colega de cuatro decenios antes, el cual también había desaparecido antes de transcurridos treinta días de haber pronunciado su sermón contra los poderes de las tinieblas. En un sobre abultado encontró recortes de índole más o menos humorística sobre «Extraños Acontecimientos en Dunwich», como anunciaba uno de los titulares. Los recortes procedían principalmente del Arkharn Advertiser y contenían relatos, escritos en tono festivo, sobre ciertos «monstruos» a los que habían dotado de vida ficticia, mediante, conjuros, los borrachines de Dunwich. Walters los leyó con cierto regocijo, pero no pudo ignorar la evidencia de que en Dunwich realmente había sucedido algo. Y algo fuera de lo común, pues algún personaje de la Universidad del Miskatonic había conseguido impedir su acceso a la prensa una vez que el Advertiser se había divertido con sus lucubraciones sobre el tema. Asociada con los acontecimientos de Dunwich había también una muerte, la de un tal Wilbur Whateley, que había tenido lugar inmediatamente antes de que ocurrieran, pero no en Dunwich sino en el recinto de la propia Universidad del Miskatonic. No menos divertidos resultaban otros recortes adicionales procedentes del Aylesbury Transcript, pero tampoco aquí el tono de burla conseguía ocultar el hecho de que durante el verano de 1928 habían ocurrido en Dunwich sucesos muy extraños que habían culminado en septiembre del mismo año.

Todavía no hacía siete años, pensó Walters. En los papeles se mencionaba el nombre de un tal Dr. Henry Armitage, bibliotecario de la Universidad del Miskatonic, en relación con los sucesos de Dunwich. Walters anotó mentalmente la posibilidad de explorar si el Dr. Armitage seguía accesible o en condiciones de ser entrevistado para el caso de que decidiera seguir por ese lado sus investigaciones sobre los antecedentes históricos de la familia Whateley. En realidad no había nada concreto en los «Acontecimientos» ocurridos en la comarca de Dunwich; los únicos hechos definitivamente establecidos parecían limitarse a la muerte de numerosas cabezas de ganado y otros animales y a la desaparición de ciertos lugareños, pero, incluso en lo referente a estos últimos, sus nombres aparecían modificados e incluso cambiados en las distintas reseñas. Entre ellos, además, no figuraba ningún Whateley, aunque sí — una vez— un tal Bishop que estaba emparentado con dicha familia. Tampoco era posible determinar su grado de parentesco, pues el árbol genealógico de los Whateley abundaba en otros apellidos, como Bishop, Hoag, Marsh y varios más. Hasta era posible que el reverendo Hoag, que tan atolondradamente había acusado a una de las familias de Dunwich — y Walters abrigaba la fuerte sospecha de que el blanco del sermón no era otro que los Whateley—, fuera algún primo lejano de la familia.

Dirigió su atención al árbol genealógico y lo examinó con más detalle. Buscó entre sus ramas al reverendo Jeptha Hoag pero no lo encontró, a pesar de que allí había enumerados una docena de Hoag. También se advertía con toda claridad que se había producido un número considerable de matrimonios entre primos, como Elizabeth Bishop con Abner Whateley, Lavinia Whateley con Ralsa Marsh, Blessed Bishop con Edward Marsh, etc. Así, la degeneración genética de la estirpe había contribuido a la decadencia y degradación de la familia o, al menos, de aquella rama de la familia que tenía costumbre de referirse a los demás como «los que tienen estudios».

Walters no sabía qué hacer con toda esta información y se volvió a sentar para reflexionar. En realidad no había averiguado mucho más que lo que ya sabía por el abogado Boyle: que Dunwich era un lugar perdido y olvidado, que la familia Whateley se hallaba en plena decadencia y que se contaban muchas cosas extrañas de Dunwich, probablemente muy exageradas por los más supersticiosos del vecindario y ridiculizadas en idéntica medida por los que se consideraban exentos de creencias supersticiosas. Sin embargo, le daba la impresión de que el material archivado era de lo más singular — aunque decidió no seguir leyendo, pues sólo parecía contener variaciones sobre el mismo tema— y de que, por debajo de los hechos referidos discurría una extraña corriente escondida que le inquietaba profundamente. Más allá de su propia comprensión consciente, Walters se sentía irresistiblemente vinculado a lo que acababa de leer. Aunque se dijo a sí mismo que no podía dedicar más tiempo al legajo Whateley, la realidad es que sentía una incomprensible repugnancia a seguir leyendo. Cerró el legajo y lo devolvió al bibliotecario.

—Confío en que le haya sido de utilidad, Mr. Walters —dijo Paul.
—Desde luego que lo ha sido, muchas gracias. Si tengo tiempo, quizá venga otro día a examinarlo otro poco.
—Cuando usted quiera — respondió el bibliotecario y, tras cierta vacilación, añadió—: ¿Debo entender que es usted pariente de los Whateley?
—He heredado una propiedad que era suya — dijo Walters— pero, que yo sepa, no tengo ningún parentesco con ellos.
—Perdóneme — dijo apresuradamente Paul—. Había pensado que… Bueno, conozco a algunos Whateley y me había parecido observar en usted cierto parecido superficial con ellos. Pero supongo que un parecido superficial también se puede encontrar entre personas que no tengan ningún parentesco.
-Así es, en efecto — convino amablemente Walters. Pero se sentía molesto y, a la vez, un tanto alterado. Tobias Whateley no se había preocupado de ocultar su convencimiento de que existía parentesco: le había llamado «primo», si bien con algún ribete de menosprecio en la voz. Mr. Paul, en cambio, había formulado con el mayor respeto su observación y ahora parecía tan contrito que Walters se sintió inclinado a añadir: —Naturalmente, puede que exista algún lejano lazo familiar. El árbol genealógico es muy extenso y no estoy al tanto de cómo la finca llegó a poder de mi difunto padre.
—¿Puedo preguntarle de qué finca se trata?
—Así es, en efecto — convino amablemente Walters.

El rostro de Mr. Paul se iluminó.

—Ese Mr. Whateley era…

Walters le interrumpió, sonriendo.

—No me lo diga. Los lugareños de Dunwich le habrían catalogado entre los Whateley que «tienen estudios».
—Eso mismo le iba a decir replicó el bibliotecario.
—Y veo claramente que tal circunstancia da una imagen más favorable de ese supuesto parentesco. No lo niegue, Mr. Paul.
-No lo niego. Realmente se cuentan cosas terribles de la otra rama, Mr. Walters. Ya las irá descubriendo, no me cabe, duda. Sé que esos recortes que ha estado usted examinando tratan muy por encima del tema, pero en ellos hay más o menos dosis de verdad y estoy convencido de que han ocurrido cosas muy extrañas, e incluso me atrevo a decir horribles, en algunos puntos remotos de la comarca de Dunwich.
—Como en muchas otras remotas comarcas del mundo —puntualizó Walters.

Salió de la biblioteca con una curiosa mezcla de sentimientos. No podía descartar por completo la posibilidad de estar emparentado con el clan Whateley. Su padre había hablado poco de sus antecedentes familiares, pero nunca había ocultado que era americano. La idea no le producía ningún placer especial, pero, por otra parte, tampoco le parecía viable oponerse a ella. Su actitud ambivalente le producía desasosiego. Se sentía atraído y repelido a la vez. Nunca hubiera creído que la Inglaterra que había dejado hacía tan poco tiempo le pudiera parecer ahora tan lejana. La campiña de Dunwich — hacia donde había puesto rumbo en el coche— despertaba en él una atracción indefinible, pero no sólo porque la naturaleza rústica y silvestre de la comarca ofreciera un sombrío atractivo estético, sino también porque en ella palpitaba algo absolutamente ajeno que le impulsaba, cada vez más deprisa, cada vez más enloquecidamente, hacia alguna meta inmensa y desconocida. Meta que, al ritmo acelerado que llevaba la humanidad, resultaría fatalmente destructiva para la civilización e incluso para el hombre.

Cuando llegó a la casa, ésta parecía estarle esperando, como si hubiera estado acechando su regreso. La extraña presencia era casi tangible, pero no logró identificar su procedencia, aunque volvía a experimentar la impresión de que la habitación central constituía el corazón de la casa. Casi esperaba escuchar, de un momento a otro, la misma singular pulsación que había percibido durante la noche. Esta absurda impresión pasó, pero, al entrar en la habitación central, sufrió otro sobresalto. La habitación, ahora que la vela, parecía haber sido arreglada para recibir compañía. La silla estaba colocada junto a la mesa y encima de ésta se hallaban dispuestos los falsos libros de contabilidad. Cruzó la estancia y se sentó ante la mesa. Ya había hojeado anteriormente los libros, pero ahora abrió la tapa del primero de ellos y descubrió un sobre aplastado en cuya superficie había escrito: «Para El Que Vendrá».

No estaba cerrado. Lo tomó y extrajo de él la delgada hoja de papel plegado que contenía.

«Para Charles — leyó— o para el hijo de Charles o para el nieto de Charles o para El Que Viene Después…

«Lee y sabrás. Así estarás preparado para esperar a Los Que Vigilan y podrás cumplir lo que te ha sido destinado.»

No tenía firma y la caligrafía era desigual e incierta.


H.P. Lovecraft  y August Derleth

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